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Imagen tomada del Archivo de ABC. |
Todavía no era sacerdote cuando Federico Pérez
Estudillo se hizo socio del Sevilla. Era el año 1930. El primer partido
que vio lo recordaba con alegría, porque los blancos ganaron al Oviedo
por cuatro a cero. También se llevó un gran susto cuando, durante el
encuentro, el delantero centro Guillermo Campanal golpeó
involuntariamente en la cara al portero ovetense. Éste fue retirado del
campo con el rostro ensangrentado e inconsciente.
Después supo Pérez Estudillo lo que ocurrió en la enfermería. El jugador continuaba sin recobrar el conocimiento. Entró el entonces médico del Sevilla, don Antonio Leal Graciani. Levantó el párpado de uno de los ojos del portero resinado y dijo con gran desolación a los directivos del Oviedo:
─Este muchacho se ha muerto.
Y ocurrió lo que desconcertó al doctor Leal: oyó risas de los mencionados directivos.
Después supo Pérez Estudillo lo que ocurrió en la enfermería. El jugador continuaba sin recobrar el conocimiento. Entró el entonces médico del Sevilla, don Antonio Leal Graciani. Levantó el párpado de uno de los ojos del portero resinado y dijo con gran desolación a los directivos del Oviedo:
─Este muchacho se ha muerto.
Y ocurrió lo que desconcertó al doctor Leal: oyó risas de los mencionados directivos.
─No se rían ustedes. Les vuelvo a decir que está muerto.
Uno de ellos se dirigió con cariño al médico:
─Perdone,
don Antonio, este jugador no está muerto. Es que tiene un ojo de
cristal y usted le ha levantado precisamente el párpado de ese ojo.
─Tiene razón. Sólo descubrí un ojo muerto.
Cuando
Federico Pérez Estudillo era Capellán Real vivía en una casa de la
calle Arfe para estar más cerca de la Iglesia Catedral. Se la vendió un
amigo suyo, el torero Pepín Martín Vázquez, por tres millones y medio
de pesetas. Desayunaba en un bar de la calle San Pablo, que era de
Doménech, el antiguo jugador del Sevilla, y de un bético. Casi todos
los días comía en Trifón a base de dos tapas y un vaso de vino, porque
en su casa no tenía cocina. La sotana que vestía le duraba seis o siete
años, porque decía que estas prendas eran muy caras. Se la quitaba al
atardecer, porque su barrio era frecuentado por muchos drogadictos de
otras latitudes que se metían con él y como no se callaba…
A los treinta y cinco años de sacerdocio seguía sin rezar por los béticos porque era superior a sus fuerzas.