Vivió como maestro dos dictaduras y un rato
de democracia. Me refiero a don Arturo Caraballo. Su primer destino fue
Almensilla. Tenía 17 años y 35 alumnos en clase. El más listo sabía las
cuatro reglas, escribía con una caligrafía mediana y leía de corrillo.
Estaba prohibido hablar en contra del régimen, que era la dictadura del
general Primo de Rivera. La formación política no era obligatoria, pero
sí se enseñaba a los alumnos a acatar el poder constituido sea cual
fuere. Su segundo destino fue una aldea de La Coruña. Se dio cuenta de
que el niño gallego era dócil, pero también desgraciado porque se le
obligaba a trabajar como a una persona mayor, debido a la pobreza de la
comarca. Los días de lluvia, como no podían trabajar en el campo, se le
llenaba la escuela. “¿Entró en clase la República?”, le pregunto.
Contesta que todo siguió igual. Ordenaron retirar el crucifijo, pero
don Arturo no lo quitó.
Al sublevarse Franco contra la República,
él estaba de maestro en El Garrobo. La escuela se cargó en demasía de
alumnos, porque todos los que vivían en los cortijos y casas de campo
se vinieron al pueblo, huyendo de los fugitivos. El nuevo régimen
intensificó mucho la formación política y religiosa. Una de las
funciones de los maestros era convertir a los niños en adictos al
Movimiento. Sin embargo, don Arturo Caraballo impartió una enseñanza
permanente, apta para cualquier régimen, con el fin de que sus alumnos
no fueran conejillos de Indias, sujetos a las veleidades de la
política. Se jubiló en el Colegio Padre Manjón de Sevilla.
Con el
cigarro en la mano explicaba a los alumnos las molestias e
inconvenientes de fumar y la esclavitud a que da lugar. Les contaba que
muchas veces se había salido de una conferencia importante o de una
función religiosa, porque no podía aguantar sin fumar. Expresándose
con esta sinceridad conseguía mucho de ellos. “Si volviera a vuestra
edad no fumaría el primer cigarrillo” les decía.
Estaba convencido
de que en la escuela no se había impartido bien la cultura que el
pueblo necesita, porque padres y autoridades han creído que el colegio
puede dar al niño todas las perfecciones posibles. Para don Arturo la
misión de la escuela, aunque grandiosa y sublime, es más restringida:
formar al niño para la convivencia.