Algunos católicos prefieren que no se hable de los sacerdotes secularizados, de los sacerdotes casados. Sin embargo, están ahí. Muchos de ellos conservan la fe cristiana, otros la han perdido. <
Conocí a un obispo argentino que, al casarse con la que era su secretaria privada, originó asombro en toda Iberoamérica. El se llamaba Jerónimo Podestá, y ella, Cleia, que significa gloria. La pareja estuvo en Sevilla. Venían de Ávila, donde Cleía había paseado por las calles a Santa Teresa. La metáfora me hizo pensar que la santa siempre la había acompañado en su vida, en su dimensión espiritual.
Conocí a un obispo argentino que, al casarse con la que era su secretaria privada, originó asombro en toda Iberoamérica. El se llamaba Jerónimo Podestá, y ella, Cleia, que significa gloria. La pareja estuvo en Sevilla. Venían de Ávila, donde Cleía había paseado por las calles a Santa Teresa. La metáfora me hizo pensar que la santa siempre la había acompañado en su vida, en su dimensión espiritual.
Jerónimo Podestá
recordó la tarde en que conducía su pequeño coche por uno de los
suburbios de Buenos Aires y se le pinchó una rueda. Aun no conocía a
Cleia. Para cambiar más cómodamente el neumático se despojó de la
sotana de botones rojos y de otros signos exteriores de obispo y lo
guardó todo en el maletero. Al terminar la tarea advirtió que había
sudado y que sus manos, acostumbradas a bendecir, se habían
ennegrecido. Tal como estaba se subió en el coche y lo puso en marcha.
Poco le duró la alegría por el trabajo hecho. Algo vio por el
retrovisor que le hizo parar. Era una mujer que, en avanzado estado de
gestación, caminaba agarrada al brazo de su marido. Aquel día había
huelga de transportes en Buenos Aires.
-¿Quieren que les lleve a su casa?, les preguntó.
-¿A dónde va usted? dijo el marido.
-Adonde vayan ustedes, respondió.
-No se preocupe. Gracias. Nosotros vivimos muy lejos.
-No importa. Súbanse que yo los llevo.”
Al
llegar a la casa del matrimonio, Jerónimo Podestá, buen conocedor de
los trucos de su coche, salió del automóvil para abrirles la puerta
porque ellos no hubieran sido capaces de hacerlo. Cuando la pareja iba
a agradecer al hombre el gesto tan generoso que había tenido con ellos,
le miraron de arriba a abajo y al ver los largos calcetines morados que
llevaba puestos, exclamaron:
-¡Pero si es el obispo!
Cuando pregunté a Cleia si recordaba algún hecho de su compañero digno de contar, respondió tiernamente:
-Yo soy su mejor anécdota.