miércoles, 28 de diciembre de 2011

Del gallinero a la Ciudad Eterna

-Aquella mañana creí que se caía encima de mí todo el firmamento. Sentí una tristeza profunda. Me encontraba en el seminario capuchino de Sanlúcar de Barrameda. Charlaba con otros jóvenes frailes alrededor del brocal de un pozo que había en el patio cuando llegó el padre superior y dijo: Fray Andrés de Málaga se va a encargar del gallinero.
-¿Cómo reaccionó usted?
-Yo, que acababa de terminar Filosofía en Sevilla, me abracé a la cruz. Y desde entonces, día y noche pensaba en las gallinas. Apuntaba todo: los huevos que ponían, los kilos de afrecho que consumían, el tiempo de incubación. Pronto las gallinas me resultaron “gente” familiar y muy querida.
-¿Qué no se le va de la memoria?
-La figura de mi padre leyendo el periódico. Yo me ponía de puntillas detrás de él y, en silencio, también leía. Esto ocurría antes de ir a la escuela. Así que yo aprendí a leer en los periódicos y también en el devocionario de mi madre, lleno de estampitas de santos con turbantes.

-¿Dónde nació usted?
-En Málaga, en la casa de mis padres donde ya se  había metido ese olor limpio de la pobreza.
-¿A qué olía antes?
-A pasas,  porque mi padre era agricultor dedicado al cultivo de las viñas. Olor a pasas que duró poco tiempo, porque con la sequía y la filoxera de aquel año llegó la ruina total a mi casa.
-¿Qué fue de su padre?
-Se tuvo que meter a ferroviario. Era un hombre bueno, al que no se le pegó tanto la religión como a mi madre. Murió de pulmonía cuando yo tenía diez años. Poco después falleció mi madre de un cáncer de útero.
-¿Muchas lágrimas de niños?
-Sí. Éramos seis hermanos. Unos parientes se hicieron cargo de cuatro. Mi hermana y yo entramos en un establecimiento de caridad. Pero ella enseguida pasó a un colegio de monjitas. Yo, al cumplir trece años, ingresé en el seminario capuchino de Antequera.
-No todo habrán sido gallinas en su larga vida de fraile.
-Me enviaron a Roma a estudiar Teología en la Universidad Gregoriana. Llegué con pulmonía porque el barco en que venía no se acercó hasta el muelle, y a los viajeros nos metieron en unas barquillas y sufrimos el frío que soplaba de los Alpes
-Entró tosiendo en la Ciudad Eterna.
-Y permanecí tres meses en cama por orden del médico que había tratado al padre Pío de Pietralcina, el famoso capuchino de las llagas, el doctor Festa.
-¿Vio al padre Pío?
-El Vaticano había prohibido que se le visitara.
-¿Tuvo usted amores?
-Los libros. Por eso me enviaron a Roma, donde permanecí seis años largos. La víspera de regresar, pregunté al guarda del puerto por el barco que partía para España. “Aquel, el “Cittá de Bengazi”, me dijo. Al ver el hombre mi cara de disgusto, me explicó: “Padre, es que como puede ser bombardeado, la compañía naviera ha estimado que no debe poner en peligro un barco mejor”.