En medio de la
frialdad del invierno José María Franco se fijó en un árbol de
Carbonera, una aldea de la sierra de Aracena, y lo pintó desnudo, sin
hojas. Volvió en agosto, puso el caballete ante el mismo árbol y pintó
sus hojas que lo protegían del sol. Cuando llegó el otoño retornó a
Carbonera y allí le esperaba el árbol. Comenzó a pintar el dorado de
las hojas que estaban próximas a caerse para siempre y también llevó al lienzo toda la melancolía que respiraba a su alrededor. .
-¿Cómo ves la vida? ¿Rodeada de misterio o muy clara?
-Nada de clara. Los acontecimientos van surgiendo sin saber uno por qué.
Su
amigo Amalio García del Moral se sinceró con él: “Creo que estás
equivocado, porque estás haciendo unas funciones muy lejanas del mundo
del arte. Me habían dicho que eres un policía aficionado a pintar y yo
veo que eres un pintor aficionado a policía. Te aconsejo que ingreses
en la Escuela de Bellas Artes y haz la carrera. Después deja la
Policía y te dedicas a la docencia”.
Cuando se enteró Amalio que
había seguido al pie de la letra su consejo, le comentó: “Como dicen
los castizos: por ahí arde el puro”.
-¿Hablaste de este asunto con Daniel Vázquez Díaz?
-Sí,
antes de hacer las oposiciones al Cuerpo Superior de Policía. Recuerdo
que me dijo: Los artistas tenemos que hacer las cosas más
insospechadas. Haz las oposiciones y cuando ingreses en el Cuerpo, el
día que lo estimes oportuno pide la excedencia.
-¿Llegaste a poner las esposas a alguien?
-No.
¿Llevabas arma?
-Ocasionalmente,
porque mi labor era burocrática. Y cuando al cabo de los diez años me
concedieron la excedencia, tuve que buscar a un compañero para que
limpiase la pistola, porque estaba toda obstruida.