miércoles, 28 de septiembre de 2011

Dormían la siesta dentro de ataúdes

Ocurrió en una notaría de la calle Imagen, en Sevilla. A una hora tranquila y luminosa de una tarde de mayo del año 1976. Un joven mecánico que vivía en la Barriada de Villegas compareció ante don Manuel  Reboul Blanco, notario del Ilustre Colegio de la capital hispalense,  para legar su cuerpo a la  Ciudad Sanitaria  Virgen del Rocío. Tal como suena. Sus órganos podrían ser aprovechados por transplante a enfermos de dicha institución.  Así se lo conté al dueño de una empresa de ataúdes, con hilo musical,  Eduardo Chao,  y le facilité el nombre del donante: Tomás  Becerra Jiménez, casado, sin descendencia.
-¿Va legar su cuerpo?
-No lo he pensado aun.
-¿Tiene elegido el modelo de ataúd para usted?
 ─En absoluto. Tengo tanto respeto y tanto miedo a la muerte como cualquiera. Y ganas de morirme, ninguna.
-¿Su padre?
-Se dedicaba a lo mismo que yo. Sus trabajadores dormían la siesta dentro de los ataúdes que tenían en la fábrica, sobre todo, en la época de verano, cuando entra esa modorra.

─¿Tiene aquí féretros para los jugadores de baloncesto?
-No, porque afortunadamente no se mueren con la estatura que tienen cuando juegan. Pero se hacen cajas hasta de 2,10 y de 2,15 metros por setenta de ancho. El tamaño normal es el de 1,90 y el de 1,80.
-Conocí al jefe de los jardineros del cementerio de Sevilla. Me contó que tardó mucho tiempo en descubrir  a sus hijos y a sus amistades  su profesión. Sólo les decía que su vida transcurría de jardín en jardín.
-Yo todo lo contrario. Invito a mis amistades a que vean estas instalaciones.  Por cierto que el día  que las visitó un amigo mío que es de Jerez, se  le ocurrió decir delante de los operarios  “esto no está pagado con nada”. Poco tiempo después  tuve que subirles el sueldo.
Eduardo Chao desconocía la historia fúnebre de Sevilla. Le prometí  presentarle al médico y fotógrafo  Miguel Ángel Yánez Polo para que le hablara de los agentes fúnebres que se reunían en el patio de los Naranjos, donde ofrecían casas solariegas para velatorios. Y de los fotógrafos de muertos. A uno de ellos, Luís León Masón, se le dio tan bien el negocio que acabó estableciéndose en la calle Sierpes. Llevaba carmín para los labios y las mejillas del difunto, glicerina para dar brillo a los ojos y pegamento para dejarlos abiertos. La foto se hacía  con luz solar. Se vestía al muerto y se le subía a la azotea. Si no estaba muy rígido se le sentaba en una silla.