La Nada, o el
vacío para los amigos íntimos, pasa los fines de semana leyendo en su
biblioteca y tomando té con piñones flotando en el aroma. Los lunes,
por la tarde, acostumbra a comprar las últimas novedades editoriales de
misterio en la librería de su barrio.
Ayer no tenía muchas ganas de arreglarse. Después de la ducha sólo se puso un traje muy ceñido de rosas de su jardín que estaban recién cortadas y se dirigió en su coche hacia donde siempre. Al bajarse del automóvil procuró que ninguna rosa atentase contra su pudor para que los mirones de siempre no explorasen en los movimientos líricos de sus piernas. Había aparcado cerca de su escaparate favorito, lleno de libros. Se detuvo, leyó los títulos expuestos y no vio el que quería comprar. Entristecida decidió pasar unos minutos en la librería. Al entrar en el establecimiento pisó algo extraño y resbaló. Las vocales e interjecciones que había derramadas en el suelo se le clavaron casi en todo el cuerpo.
Sintió dolor en los pétalos que cubrían el poemario de
su ombligo, donde llevaba escondido un secreto. En ningún momento se la
oyó quejarse. Se levantó y se alisó con sus dedos, ensortijados de
humo, los inquietos pensamientos de su mente. Preguntó por “La
eternidad se ha enamorado locamente del tiempo” que era la obra que
buscaba. El librero lamentó que estuviese descatalogada. Para contentar
a su buena clienta le dijo que en unos minutos pondría a su disposición
un libro que llegaría a interesarle eternamente. La invitó a sentarse a
la mesa con unos clientes amigos mientras él lo buscaba y sirvió té y
tostadas con mermelada de manzanas del Árbol del bien y del mal. La
Nada, que llevaba tres siglos y tres segundos sin reír, soltó una
carcajada cuando sintió que el librero, al irse, le había pellizcado
con disimulo la parte menos espiritual de su trasero. Tomó asiento
entre un trompetista mudo, que trabajaba en una editorial como
deshuesador de frases medievales, y un recién llegado del siglo XV, que
vestía la típica túnica de persona que cuando conversa con alguien no
mira a los ojos sino al vacío. Ayer no tenía muchas ganas de arreglarse. Después de la ducha sólo se puso un traje muy ceñido de rosas de su jardín que estaban recién cortadas y se dirigió en su coche hacia donde siempre. Al bajarse del automóvil procuró que ninguna rosa atentase contra su pudor para que los mirones de siempre no explorasen en los movimientos líricos de sus piernas. Había aparcado cerca de su escaparate favorito, lleno de libros. Se detuvo, leyó los títulos expuestos y no vio el que quería comprar. Entristecida decidió pasar unos minutos en la librería. Al entrar en el establecimiento pisó algo extraño y resbaló. Las vocales e interjecciones que había derramadas en el suelo se le clavaron casi en todo el cuerpo.
El deshuesador anticipó a la Nada que la obra que le mostraría el librero era un volumen encuadernado con piel humana. La piel había sido arrancada al cadáver de un ex monje. Sus restos mortales fueron encontrados cerca de un campo de fútbol. Los resultados de la autopsia revelaron que había fallecido a consecuencia de un atracón de oraciones gramaticales.
El recién llegado del siglo XV, para no ser menos que el deshuesador, descubrió a la Nada que el librero compró la obra a buen precio porque le faltaban todas las letras vocales. Según él, la Policía científica aún no había logrado encontrarlas. Ahora las buscaba por la zona de Nervión, donde solían reunirse, cada quince días, personas acostumbradas a vocalizar en demasía.
La Nada, cansada de tanto charlatán, se interesó por la obra encuadernada en piel y por el nombre de su autor. Se lo dijeron. Ella se levantó y, desanimada, les contó que la tenía. Al marcharse gritó: “Díganle al librero que me interesa la novela “El misterio” de Pepe Mel, pero en la versión portuguesa que ha hecho el lingüista José Mourinho, sin autorización de la editorial Jirones de azul.”
La Nada hizo a pie el camino hasta su casa para estar en forma. Pensaba que no había resuelto el misterio.