Todos sonreían aquella noche en la emisora, ajenos al hallazgo que se había producido en el despacho del director. Estaban muy entusiasmados con la tarea que les esperaba al día siguiente: retransmitir la llegada de Juan Pablo II a Sevilla.
Fue la limpiadora del centro la que estuvo a punto de desmayarse cuando se encontró con el cuerpo sin vida de una mujer. No se atrevió a tocarla. Se reprimió el deseo de cambiarla de postura para verle la cara. Estaba tumbada boca abajo, cerca de una papelera, como si hubiera intentado vaciarla segundos antes de morir. Tenía en la cabeza una herida profunda y en la mano derecha le faltaban dos dedos. Se apreciaban manchas de sangre en los vaqueros, a medio bajar.
Cuando se presentó en la emisora el jefe de la Brigada Criminal se interesó primero por el cadáver y después por conocer a las personas que componían la plantilla de Radio Andalucía.
“Son ustedes muy jóvenes, como la muerta”, dijo y a comenzó a interrogarles.
Fue la limpiadora del centro la que estuvo a punto de desmayarse cuando se encontró con el cuerpo sin vida de una mujer. No se atrevió a tocarla. Se reprimió el deseo de cambiarla de postura para verle la cara. Estaba tumbada boca abajo, cerca de una papelera, como si hubiera intentado vaciarla segundos antes de morir. Tenía en la cabeza una herida profunda y en la mano derecha le faltaban dos dedos. Se apreciaban manchas de sangre en los vaqueros, a medio bajar.
Cuando se presentó en la emisora el jefe de la Brigada Criminal se interesó primero por el cadáver y después por conocer a las personas que componían la plantilla de Radio Andalucía.
“Son ustedes muy jóvenes, como la muerta”, dijo y a comenzó a interrogarles.
Comenzó por el que, a simple vista, le inspiraba más sospechas.
Era un locutor sin antecedentes penales, aficionado al tiro pichón y a las apuestas de caballos. Se le conocían amores discretos con Indira, estudiante hindú que preparaba una tesis doctoral sobre los carnavales de Cádiz.
-¿Cómo se llama usted?, le preguntó el policía.
-Manolo Casal
-¿Quién cree usted que pudiera estar implicado en el asesinato?
-No sé. Quizá Paco Gamero.
-¿Por qué?
-Lleva la sección de sucesos.
-Muy inteligente su observación. ¡Que venga ese mozo!
A continuación fue interrogado Paco Gamero, vecino de La Luisiana, donde era muy estimado. Tenía fama de responsable y de ser un gran conocedor de la cocina francesa. En la emisora era el encargado de las visitas de Jefes de Estado a la capital hispalense, por su conocimiento de lenguas extranjeras.
Cuando lo llamó el policía, realizaba una encuesta entre los oyentes de Radio Andalucía. Se vio obligado a dejar de preguntarles “¿qué plato prepararía a Juan Pablo II si el pontífice se presentara a comer a su casa?”
A juzgar por las respuestas que recibía, los cristianos a esa hora ya estarían durmiendo:
“Yo le pondría un bollo tierno y unas cuantas acedías para que repitiese el milagro del pan y los peces. A Sevilla no le vendría mal”.
“Yo, un garrafón de agua para que la convirtiera en vino, que falta le hace a mi tasca”.
Pérez Gamero, que había hecho el servicio militar en la Legión, no resistió la dureza del interrogatorio policial a que fue sometido y sufrió un desvanecimiento. Al resistirse los compañeros de trabajo a aplicarle los primeros auxilios, fue el propio policía el que le practicó el boca a boca. Al no lograr que recobrara el conocimiento, mandó que fuera llevado al despacho del director, donde se encontraba el cadáver. El transporte corrió a cargo de Asunción Escalera, licenciada en artes marciales, su fiel amado Antonio el ingeniero, y Manolo Curao, que ingresó en Radio Andalucía gracias a un directivo de la BBC, muy amante del flamenco.
En Radio Andalucía se esperaba con angustia al Juez de Guardia para que ordenara el levantamiento del cadáver y fuera trasladado a la morgue. Sonaban los teléfonos. Eran llamadas de oyentes intrigados por la música fúnebre que difundía la emisora.
Serían las dos de la madrugada cuando Pérez Gamero entró en sí. Salió del despacho y se acercó desorientado al jefe de la Brigada Criminal. Apenas podía hablar:
-El cadáver…
-¿Qué pasa con el cadáver?, le gritó el policía.
-Cuando lo toqué…
-¿Es que tiene usted aberraciones sexuales?
-Cuando lo toqué, el cadáver se……
-¿Me está insinuando que ha practicado sexo con la muerta?
-Toque usted el cadáver.
-¡Que obseso es este tío!
En aquel momento la llegada de un hombre alto, vestido de blanco, y con mascarilla en la boca, interrumpió la segunda parte del interrogatorio. Se comunicó con los presentes por señas. El policía, como no se enteraba de nada, recurrió al que para él era un obseso:
-Usted que tanto sabe de idiomas, tradúzcame lo que está diciendo este hombre.
-Dice que padece una pérdida grande de la capacidad auditiva y que no habla porque tiene alteradas las cuerdas vocales.
-Así que sordo, ronco y cursi, comentó impaciente el comisario. Dígale que al grano que nos espera la muerta.
El hombre de la mascarilla siguió gesticulando.
Por fin, terminó de mover las manos y dio paso al improvisado traductor:
Pide que no estropeemos lo que hace unas horas dejó en el despacho del director porque servirá para que cuantos trabajan en Radio Andalucía aprendan a practicar los primeros auxilios. Es una muñeca de goma, de tamaño natural, con un tajo en la cabeza.
El comisario abandonó precipitadamrente la estancia.
Todos, menos el hombre de la mascarilla, oyeron un golpe y un grito. El comisario había rodado por la escalera.
(Los compañeros de aquella radio tan vulnerable recordarán los relatos policíacos del doctor Frankachela, que escribíamos para los oyentes y, sobre todo, para que las ganas de reír no nos abandonaran nunca.)